miércoles, 24 de junio de 2015

LEA GRATIS DOS CAPÍTULOS DE DESPUÉS DE LA DESBANDÁ

La segunda parte de mi novela LA DESBANDÁ se publicará en octubre de 20156, editada por Editorial Genal (egenal@libreriaproteo.es)

Ofrezco a continuación los dos primeros capítulos.


DESPUÉS DE LA DESBANDÁ

La antigua sociedad, roto su cielo,                                 
siente que en sus espaldas se desploma,
y herida pliega el vacilante vuelo.
Salvador Rueda.   


¿Fue la posguerra peor que la Guerra Civil?
El Templao dijo que tenía muy vista a la muerte.
No imaginaba lo que le faltaba por ver.


PRIMERA PARTE.
Málaga, inglesa y mora


Capítulo I

Volvían como almas en pena recién desenterradas, con un silencio de madrugada en un cementerio. Sus harapos, los ojos desorbitados y el sigilo con que caminaban -a pesar de que ya no sonaban detonaciones ni explosiones-, evocaban los muertos vivientes de las leyendas de terror. Conservaban el miedo a las acechanzas inclementes y todopoderosas, a pesar del silencio de ahora, un miedo que habría de acompañarles para siempre. El terror había quedado impreso en sus corazones como un tatuaje para toda la vida, que ya nunca conseguirían borrar. Formaban un cortejo sin orden ni vigor, exhausto, que se extendía delante y atrás de ellos hasta donde les alcanzaba la vista; como un gigantesco dragón de la antigüedad, cansado, vencido, exánime e incapaz ya de lanzar fogaradas. El paisaje había cambiado tras el paso tumultuoso de la bestia que el éxodo en desbandada había representado, con su rastro perceptible en los huertos y sembrados arrasados por el hambre y la desesperación; el aroma habitual de salitre y yodo combinado con el de limones y limas, se había convertido en pestilencia de incendio no del todo extinguido y hedor de cadáveres descompuestos, cadáveres verdaderos que todavía yacían en muchas cunetas y ellos se negaban a mirarlos. Ningún cultivo enarenado había sobrevivido y casi todos los árboles frutales estaban desgarrados y desarticulados por la desesperación. Lo más pesaroso era el silencio, enmudecidos todos como si temieran despertar de nuevo al monstruo. El único rumor audible era el de los gemidos, suspiros y ayes contenidos, porque no había transcurrido suficiente tiempo como para que las entrañas de los fugitivos se librasen del pánico y porque todos ellos llevaban los pies deshechos y muchos sangraban por heridas sin suturar bajo la ropa. 
Pero algunos otros no presentaban huellas tan obvias de la intensa y larga caminata; con ropas y zapatos o alpargatas en buenas condiciones, sus rostros no reflejaban los horrores ni el dolor de la multitud, como si volvieran de un paseo dominguero.
-Hay montones que no han resistío el cansancio, Guaqui –dijo Mani. -Y se han dao la vuelta…
-¡Naturaca! Míralos; están más despistaos que un pulpo en un garaje. Por la pinta que llevan algunos, tan repeinaítos, no han andao ni cinco kilómetros. Bueno… Pa ser sinceros, tampoco nosotros hemos resistío el cansancio, y además, ¿qué íbamos a hacer carretera adelante, irnos a Rusia?
Las muchas decenas de miles de personas que habían huido la noche del 7 de febrero, para no ser masacrados por las tropas italianas al servicio de Franco, habían sido masacradas de todas maneras por el bombardeo incesante de los barcos, por los aviones alemanes que experimentaban con los pobres cuerpos de los malagueños la efectividad de sus ametralladoras y el sistema de carrusel; por el viento, el frío, la lluvia y el hambre. No volvían todos. Muchos habían seguido huyendo a pesar de la inundación de Motril, encaminándose a  Valencia y hasta Francia. Muchos otros, habían muerto. La mayor parte de los peregrinos que rodeaban a los dos amigos mostraban en la ropa rastros de sangre de sus parientes muertos o heridos, cuando no se trataba de su propia sangre todavía manando de heridas abiertas. . 
Los dos amigos renqueaban apoyado cada uno en el otro, procurando fuerzas donde se habían extinguido, abatida la gallardía que ambos poseyeran a raudales, desnudos de altivez e incapaces de sentir compasión ni de ellos mismos. El mayor sangraba por los pies y el más joven estaba aprendiendo a odiar. El adulto que ya era el Templao y el adolescente casi niño que todavía era Mani no podían parar de llorar, pero Mani se empeñaba en sustraer de las miradas de su amigo los ojos hinchados y rojos.
-Son casi los mismos de la otra noche –murmuró el Templao, señalando el purgatorio que les envolvía-. Muy pocos habrán llegao al otro lao del frente.
-Seguro que algunos no han andao ni un kilómetro. Han tenío que acojonarse por el montón de muertos podríos que hemos visto hace un rato en aquella curva de allí atrás y por todas partes, Guaqui… me duele el alma.
El Templao rozó con los labios la sien izquierda de Mani.
-Po si vieran lo que hay en Torrox y por Nerja… –comentó el Templao con voz temblorosa y tono rajado-. Voy a tener pesadillas hasta el patio de las malvas, con tantos brazos, cabezas y piernas desparramaos por toas partes. ¿Tú crees que alguien vendrá a enterrarlos?
-Si Málaga está como la dejamos el otro día, no creo…
-Málaga no estará como el otro día, Mani. Estará peor. Como dijo tu Paco, que en paz descanse, está más que visto que salimos casi toa la población. Los fascistas italianos tuvieron que tomar una ciudad fantasma y los que volvemos, venimos como almas en pena. Los muertos de la carretera no los enterrará nadie. Se pudrirán y se convertirán en abono pa los enarenaos y a lo mejor todavía dentro de veinte o treinta años encontrarán los labradores huesos y calaveras.
Mani apretó los labios mientras examinaba el cortejo de los que regresaban; eran tan numerosos como cuando escapaban pocas noches atrás y aunque el miedo en sus expresiones ya no era tan patente, afeaba sus ojos la sombra de la desesperanza y la resignación. Mani contuvo un suspiro al tiempo que trataba de recuperar la resolución de antaño. Su amigo, el único amor vivo que le quedaba, tenía razón; volvían casi todos; un espanto de ida y vuelta a ninguna parte, que había producido un holocausto sin objetivo de millares de personas que ni siquiera podían aspirar al descanso de una sepultura. Aunque trataba de hacerlo, no conseguía apartar la mirada de los cadáveres en los arcenes, que ahora –sin la obligación de desviar los ojos para escapar de los cañones o los aviones a cada paso- resultaban notorios como la lava de un volcán. Trató de imitar la entereza ciega de su madre muerta, y estiró el cuello como Paula hacía cuando se empeñaba en no enterarse de algo, pero él no lo consiguió, a causa de la evocación de los veinte cadáveres tendidos en el pedregal de Nerja, la totalidad de su familia y la del Templao, personas que había amado tanto y sin las que no concebía la vida. Su entereza se había disuelto como manteca en el fuego. Los amados chorros de sangre interrumpidos por la muerte se habían grabado en sus ojos como un tatuaje que nunca se borraría. Ahora, cuando la espantosa caminata se acercaba al final, los amontonamientos de cuerpos hinchados de los arcenes le obligaban a revivir el rostro lívido de Paula y preguntarse qué bestia inmunda escarbaría para desenterrarla y devoraría al ser que más había amado en su vida.
Efectivamente, volvían casi todos los que habían participado en la desbandá, porque los rumores afirmaban que más adelante no había meta ni luz, porque el gobierno de Largo Caballero se había desentendido del éxodo de malagueños y nadie estaba disponiendo consuelo para tanta desesperación. Mani cabeceó, porque no era capaz de hablar, pero el Templao necesitaba explayarse, ya que su garganta era como un tapón de estopa a presión. Siguió la mirada espantada de Mani hacia el cadáver de una muchacha, cuyo rostro cubrían las moscas a pesar del tiempo desapacible que hacía.
-Me dan temblores… –murmuró el Templao- ¡Tantos muertos!
-Menos los heríos que se llevó el médico canadiense –observo Mani.
-Tardarán más de cuarenta años en limpiar este camino de restos podridos. ¿Quién va a tener ánimos pa enterrarlos y…? –el Templao no pudo terminar la frase, porque se echó a llorar con mayor desconsuelo aun.
Por la diferencia de estatura, Mani tuvo que forzar el brazo para echárselo por los hombros. Los hipidos de su fornido amigo tardaron en amainar.
-Y los hijos de puta del gobierno de Largo Caballero no vinieron a auxiliarnos… ¡ni a darnos agua! –continuó el Templao con tono gutural-. Maldita sea su estampa… Ya has visto que a los gobernantes de la república les importamos una mierda. Tu Paco, que en paz descanse, iba diciendo a cada paso que vendrían a socorrernos y ya lo has visto que no tenía ni mijita de razón. Tuvo que venir un médico extranjero, por su cuenta y costeándoselo él, a tratar de aliviar él solito el sufrimiento de más de doscientas mil personas, más de la mitad con herías y to, con más hambre que el gato de doña Lola. Largo Caballero nos entregó gratis a Franco pa achicar doscientos kilómetros el frente, como juraba tu hermano Antonio, que en paz descanse. Y mira lo que ha conseguío ese fantoche de mierda, que los malagueños mueran como chinches y que estemos sufriendo como ánimas del purgatorio.
-Dicen que de no ser por el médico canadiense y su camión -observó Mani-, habrían muerto más todavía. Es la verdad chipén. Como decía mi Antonio, el gobierno de la república ha regalao Málaga a los fascistas.
-Claro que sí –afirmó el Templao-. Nos han entregao gratis pa acortar la línea del frente de guerra. A mí me pareció la mar de raro que los barcos de la armada republicana, que tenían su base nacional en nuestro puerto, no respondieran los ataques de los barcos de Franco. ¿Te acuerdas de la otra tarde, cuando íbamos al cine y cayó aquel obús de Franco sin que ningún barco republicano contraatacara? Está visto que a Largo Caballero, que era un lunático y pudo haber sido condenado a muerte hace ná, le molestábamos los malagueños, con tantos cojones y tantas iniciativas; hizo de verdad lo que le amenazó al diputao Cayetano Bolívar en noviembre; desarmó a Málaga a conciencia, pa que no nos resistiéramos cuando los fascistas llegaran.
Mani dio un salto para socorrer a un anciano herido, al que sujetaba precariamente una muchacha, porque ambos estaban a punto de caerse.
-¿Pa qué pasamos lo que pasamos? –continuó el Templao cuando Mani volvió a su lado-, ¿Pa esto? ¿Pa meternos otra vez en la boca del lobo, con el Serafín, el barbero y sus compinches recochineándose? Ahora nos meterán a tós en campos de concentración y a ti, seguro que te fusilan. Tienes que teñirte estos rizos rubios o conseguir una boina pa disimular.
Mani sonrió levemente. Le enternecía la devota preocupación de su amigo por él, a pesar del dolor por la madre y los once hermanos que habían muerto. Como si adivinara su pensamiento, el Templao dijo con tono aterrado:
-¿Habrían muerto todos de verdad?
Con un sudor frío en frente y manos, Mani evocó la escena entre lágrimas…

Llegaron al fondo de la cuesta. La luz les envolvía por fin, acariciante, pero el runrún se hizo audible de nuevo y los aviones les alcanzaron otra vez como un enardecido enjambre de abejas. Pareció que iban a alejarse hacia el este pero, inesperadamente, giraron y maniobraron en dirección al grupo.
-¡Al suelo! -ordenó Paco.
Pasaron uno tras otro, tan cerca, que Mani creyó que las panzas les rozarían. Daban la impresión de ser centenares, porque el carrusel no paraba: cada avión que les sobrevolaba, volvía al principio tras un salto. Luego de un tiempo que duró un millón de años, los oyó distanciarse y desaparecer más allá del acantilado que habían dejado atrás. Mani se levantó dándose palmadas en las orejas para aliviar el zumbido de sus oídos.
-Mamá, levántate; ya se van.

-Habían muerto –afirmó Mani, terminante-, ninguno se movió en todo el rato que cavamos sin pico en aquel pedregal, tratando de enterrarlos.
Sin poderlo evitar, Mani notó que se le escapaba una lágrima por la mejilla derecha: el Templao la secó con la mano y proclamó: 
-Pero nosotros sobrevivimos.
-Un milagro –dijo Mani con tono gutural, mientras rebuscaba en los vericuetos de su memoria algún detalle que entonces, aplastado por el dolor y afanándose por escarbar con trozos de latas viejas y en realidad, con las manos, pudiera haberle pasado inadvertido. Pero no encontró nada.

Ninguno se movía. Les gritó que el peligro había pasado y ya podían seguir el camino, pero nadie intentaba incorporarse. Cogió a Paula por la cintura para ayudarla, mas su cuerpo estaba laxo y sintió húmeda la mano con que la abrazaba. Contempló esa mano como si no fuera suya, esa mano ensangrentada no era la que le había dado su madre y con la que ahora la había tocado; no era capaz de creerlo, a Paula no podía pasarle eso: ella estaba muy por encima de las miserias del mundo. Consiguió que el cuerpo sin fuerzas permaneciera casi sentado y se puso a dar saltos entre todos ellos, vociferando el nombre de Paco, Antonio, Ricardo, Miguel, Rosalía, Ana y Angustias. Esta, boca arriba, tenía los ojos abiertos, fijos en él; Mani sonrió al agacharse a ayudarla a ponerse de pie, pero se detuvo antes de intentarlo: tenía el vientre abierto y el fruto sin madurar palpitaban envuelto por una masa oscura. Desvió los ojos con extravío. Descubrió que el Templao daba señales de vida, pues se había vuelto hacia él y conseguía sentarse, repentinamente convertido en un anciano rodeado por sus once hermanos muertos.
La desbandada avanzaba sobre ellos: todos evitaban pisarles mientras se cubrían la cara con una máscara de conmiseración. Mani sintió rabia; estaban en un error, no les había pasado nada, alcanzarían con ellos los huertos y repondrían fuerzas en el abrigo cálido y perfumado de un pinar. El Templao arrastraba a Carmela fuera del camino. Mani se acercó a pedirle ayuda.
-Guaqui, ven; mi madre no se mueve, tiene que estar herida.
-Todos están muertos, Mani.
-¡Mentira!
-No es mentira, Mani. Tengo mu vista a la muerte.
-¡No puede ser!
-Esta es la guerra, Mani; esta es la hijaputá de esos generales de Marruecos y el gobierno cobarde que nos ha entregao a ellos pa quemarnos como júas.

Sin detener la agónica caminata de vuelta, el Templao insistió:
-¿No nos precipitaríamos al dejarlos allí, sin más, y sin embargo alguno podía haber quedado malherido, pero sólo desmayado?
Mani sintió hielo en los huesos y de nuevo tuvo que disimular el llano. Mientras los hombros le temblaban de un modo extraño, alzó la mano con un ademán conminatorio y voz enérgica:
-¡Quítate esa idea de la cabeza, Guaqui! Tú mismo dijiste que tenías mu vista a la muerte. Es una obsesión que namás que puede perjudicarte… a ti y a mí…, sin que les ayude a ellos ni una mijita.
El Templao se detuvo y lanzó una mirada a sus espaldas, como si pretendiera ser capaz de ver a tanta distancia el lugar donde había muerto, al completo, tanto su familia como la de Mani; mientras crecía el llanto en sus mejillas, se agachó en cuclillas y acabó sentándose en el pedregoso asfalto lleno de baches y guijarros sueltos. Mani se arrodilló frente a él.
-¿Qué te pasa, Guaqui?
Sin responder, el Templao acarició el pelo rubio de Mani, que de nuevo formaba los bucles que el muchacho odiaba tanto.
-Fuiste un héroe popular, Mani. Mataste a aquel comandante en la Cortina del Muelle a la vista de todos, y después, cuando mandabas el camión, en muchos sitios te afeaban tus malas pulgas. Van a llover las denuncias contra ti, sin que podamos olvidarnos del hijo de puta del Serafín, que ese te perseguirá como un loco. Tenemos que buscar algo pa perlarte al rape.
-Es verdad, Guaqui. Me van a siquitrillar.
-Yo no te dejo a ti solo ni muerto –proclamó el Templao-. Venga, vamos por ahí –señaló una transversal a su derecha, hacia arriba-, por los montes. Podríamos ir por el camino de las Pellejeras y el monte Calvario. Por el Camino del Colmenar no bajará nadie y no habrá peligro de que te reconozcan.
Se apartaron un poco del sonámbulo cortejo de zombis que caminaba mucho más lento que cuando huían. Ahora lo hacían ya sin esperanza ninguna, como si temieran tanto morir como llegar.
-Tenemos que seguir por aquí pa entrar lo antes que podamos, Guaqui. Mira, ya empieza a verse el monte Gibralfaro al contraluz del atardecer.
Extrañamente bermejo, el sol estaba ocultándose tras la sierra de Mijas
-No puedo más, Mani. Mira cómo me sangran los pies. Yo lo que querría es morirme de una puñeterísima vez.
Sin decir nada, Mani se abrazó al cuello de su amigo. Tras largos minutos, durante los que cada uno respetó el llanto del otro, Mani insistió:
-Vamos, Guaqui. Tenemos que entrar en Málaga antes de que empiecen a organizar sus inquisiciones. Nuestras posibilidades serán mejores hoy que mañana. Y cada día que pase será peor.
El Templao miró con deslumbramiento el rostro de Mani. Definitivamente, era un ser superior, un jefe nato, y tendría un futuro de gran líder si no lo fusilaban en la Málaga que ahora dominaban los italianos de Mussolini y en la que señorearía Serafín y su inquietante familia. Se alzó de nuevo, con mucho esfuerzo, y echó a andar renqueante y callado.
Caminaron todavía algo más de dos kilómetros en silencio. Un mutismo que dominaba la interminable fila, como si todos estuvieran preparándose para el alud que había de caer sobre sus cabezas. La Málaga a la que retornaban se había vuelto taciturna, carente del bullicio de pocas semanas atrás, y ningún transeúnte de los que iban encontrando aparentaba menos tribulación que los que volvían. Mani supuso que todos debían de estar calculando las posibilidades que tendrían de sobrevivir en la martirizada ciudad tomada por un ejército extranjero, que había invadido la ciudad en nombre de un ejército del que contaban los fugitivos de Sevilla y Cádiz que no tenía piedad.
Llegaron ante el barranco amarillento de La Araña, donde se había estrellado el camión la noche de la huida de Málaga. La cruel escena de cuando las dos familias, incluyendo a la escrupulosa madre de Mani, se habían vuelto bestias salvajes luchando por la supervivencia.
¿Cuántos pobres desterrados habrían muerto bajo las ruedas de ese camión? Mani se estremeció y apretó los párpados, como si así pudiera borrar el recuerdo, que tan vago parecía a pesar de haber ocurrido sólo pocas noches atrás…

El griterío de los hermanos del Templao le sirvió a éste de estímulo, de manera que sus acelerones obligaron al vehículo a emprender una carrera loca, dejando una estela de cadáveres en el pavimento y un pasillo de maldiciones y rencores nuevos. Como si el reflejo de eludirles les precediera, la gente se apartaba ahora mucho antes de ser atropellada, de manera que el camión alcanzó una velocidad considerable durante varios kilómetros, pero en una curva muy cerrada tras la cual se abría una pequeña cala llamada La Araña, el Templao perdió el control al frenar de golpe; el camión derrapó y fue a empotrarse contra una pared vertical de roca.

La evocación les produjo más que temblores de espanto. En la amarga realidad del regreso, resultaba todavía más incongruente la impiedad con que habían actuado durante la inútil escapada en el camión. Con una especie de ácido recorriendo su esófago, Mani suspiró hondo y, sin abrir los ojos, murmuró:
-Ya mismo vamos a llegar al Palo.
-Estás pensando lo mismo que yo –dijo el Templao a su oído, mirando de soslayo la pared vertical amarilla.
-Me dan temblores.
-A mí también. Un no sé qué…
-Murieron una pila debajo del camión.
-No te angusties, Mani. Eran ellos o nosotros. Recuerda lo que mandó tu madre.
-¿Que no habláramos nunca más de eso? Alguien habrá que nos lo haga recordar a la fuerza, cuando nos denuncie.
-¡Que va! Estoy convencío de que nadie se dio cuenta de quiénes éramos.
-No te fíes, Guaqui. Aunque no nos vieran a nosotros, tó el mundo sabía que ése era nuestro camión.
-Bueno… a lo mejor. Pero… ¿no te parece que hay cosas mucho más urgentes que pensar? Serafín, los rojos que estén escondíos y sepan que mataste al ruso…¿Dónde vamos a refugiarnos… pa dormir?
-En mi corralón.
-¡Tú estás majareta! –exclamó el Templao con expresión de repugnancia-. Si por un aquel no nos encontramos el patio como un campamento, es exactamente donde no podemos ir.
-Po nos iremos al río –Mani se mordió el labio, porque sabía que esa no era una buena idea.
-Tampoco vale paná, Mani; con la caterva que vuelve a Málaga, aquello estará invadío, porque media capital está en ruinas... Con tanto bombardeos que vimos durante siete meses, en estos pocos días to se acabó de desmoronar. Mira lo destrozao que está tó esto. Mejor buscaremos un resguardo por el monte Coronao o La Virreina.
Hacía algún tiempo que a Mani le desconcertaba recordar la admiración embobada que había sentido por el Templao hacía sólo tres años, porque a cada paso caía en la cuenta de sus limitaciones, pero algo estaba claro: el experto arrumbador del puerto se había visto obligado a sobrevivir entre precariedades y obstáculos increíbles, durmiendo doce hermanos en el suelo en una única habitación y debiendo alimentar a su familia desde niño. Guaqui encontraría una fisura en el drama, por donde ambos podrían colarse para sobrevivir.
Entre las tinieblas en aumento, comenzaron a vislumbrar las precarias casas de los pescadores del Palo. No era un barrio ni un poblado; el gris del crepúsculo y el negro del hollín se combinaban en un terrorífico cuadro de Goya lleno de monstruos y pobres locos de ojos vacíos. Las viviendas, aunque modestas, habían sufrido tan catastróficamente los bombardeos que ninguna permanecía intacta.
-¿Seguirá viva la de los barcos? –preguntó el Templao señalando adelante, hacia los palacetes de la Caleta y el Limonar.
-Seguramente estará todavía en aquella habitación de la azotea, en la Goleta.
-¿Y si pidiéramos asilo a las monjas?
-¿Te parece? -Mani desconfiaba de la generosidad unas monjas que habían sentido demasiado temor y ahora se sentirían a salvo, entre los suyos.
-Creo que nos lo darían –aventuró el Templao, que no solía conjeturar-. Pero el Serafín y los otros estarán todavía allí.
-No creas… Habrán vuelto a su casa porque ahora se considerarán los reyes del barrio.
-¡Hijos de puta! La de los barcos va a seguir tan rica como siempre –afirmó el Templao con aspereza.
-Pero su casa no existe ya –recordó Mani, que había interpretado la frase de su amigo como la indicación de un camino a seguir.
A continuación, Mani calló de nuevo durante un buen rato. El recuerdo de aquella noche de julio, el sábado infame en que la ciudad había rechazado la sublevación de los militares, combinaba en su mente el olor a humo y el de jazmines, el vocerío de la turba con el crepitar del fuego y el dolor de su hermano Miguel, Angustias, y él mismo, con el odio rabioso de aquel criado de culo gordo y el de los asaltantes.

-Ahí no hay nadie -gritó Mani.
-¿Qué dice ese muchacho? -preguntó uno.
-Por el color del pelo, tié que ser de la casa.
-¡Qué va!, ¿no ves su ropa? Será el hijo de una criada.
-Po si es hijo de una criada, será un bastardo del señorito. ¿No ves su cara de rico?
El portón cedió a la marejada humana.
-¡Quedaos quietos! -aulló Mani-. La gente que vive ahí es buena.
-¡Mira el majareta, será cretino...
-¡Como esclavos nos trataba a los marineros el yerno de Elena la de los barcos.
-El rubio ése tiene que ser un cachorro fascista.
-Vamos a caldearle la espalda.
Una mano aferró un tobillo de Mani y éste iba a sacar la pistola cuando sonó el primer disparo. La bala, procedente de la casa, pasó muy cerca de su cabeza; dio un repullo que le hizo perder el equilibro y estuvo a punto de caer, pero se abrazó al ancla y se quedó con los pies colgando en el vacío.
-Suéltalo -oyó Mani que alguien le decía al que le aferraba el tobillo-. Si no me engaña la vista, este chavea es el hermano del Paco que se ha cargao al comandante.

-¿De verdad estás seguro de que aquella casa tan… potente… desapareció del tó, del tó?
-Mierda, Guaqui. ¿No te lo he contao ya doscientas mil veces?
-´Si. Pero me cuesta entender que pudieran arrasar tanto poder, tanto lujo y riqueza y que no tuvieran eso que llaman “pabellones de invitados” aparte del caserón… No comprendo un coño.
-Pues comprende de una vez lo que no he parao de contarte. Entraron como una maná de toros enloquecíos y lo arrasaron to.
-¿Quieres decir que tanto mármol, tantos cristales de colores, tanto hierro forjao,  tantas cortinas de seda, tantas rosas y chuminás puede desaparecer por el fuego, como si nunca hubiera habío na?
-Si lo hubieras visto, te echarías a temblar…

Mani consideró prudente no moverse y en la postura que estaba, colgado del ancla, lo presenció todo. No tardaron en cesar los disparos provenientes de la casa. Los asaltantes se pusieron en seguida a apedrear las ventanas; muchos encendían más antorchas en las que ya ardían, mientras que otros se emplearon concienzudamente en echar abajo el hermoso invernadero del otro extremo del jardín; como si fuera un cañizo aun más precario que el del Chafarino, la construcción acristalada y pintada de blanco se vino abajo y muchos de los hombres, aplastando los arriates en sus carreras, se pusieron a golpear con estrépito la puerta de madera que había sustituído la de cristales emplomados, así como las cristaleras de todas las ventanas. La puerta nueva de la mansión, aún sin lacar, resultó ser muy resistente, por lo que uno sugirió usar como ariete el pilar central del invernadero, un tronco de árbol apenas desbastado. La puerta cayó al fin y entraron en masa. En medio del estruendo de voces, ayes y alaridos, empezaron a caer objetos de todas las ventanas. Volaban las porcelanas, las bandejas de plata y las miniaturas de barcos, los hermosos cuadros en cuyos marcos había chapas de bronce con nombres grabados, los cojines y lámparas, las alfombras, ropas, sombreros y zapatos. Mani no conseguía ver a Elena ni oírla, por más que forzaba la vista y el oído. Sólo consiguió reconocer a Alonso Betancur, que era bajado por la escalera de mármol, debatiéndose mientras anclaba sus manos en el pelo de los que lo arrastraban. Dejó de mirarlo porque escuchó la voz cupletera de Rafael, proveniente del lateral izquierdo de la mansión.
-Coged a esa puta guarra, que es la señoritinga más rica y más abusona de Málaga y se quiere escapar disfrazá de proletaria -el chófer señalaba a Rita, la hija de Elena, que había conseguido cruzar el jardín vestida como una campesina, con un pañolón negro cubriéndole la cabeza.
Fue rodeada al instante. Ella se hincó de rodillas con las manos juntas, como si rezara. Imploró, gimió, lloró y, finalmente, insultó de modo desencajado aunque Mani no conseguía escuchar sus palabras. Calculó las posibilidades de acudir a rescatarla y, soltando una mano del ancla, fue a acariciar la pistola prendida en su cintura, para toparse con la mano de Miguel, que anticipándose a su gesto, se la estaba arrebatando.

El dolor del recuerdo hizo cabecear a Mani. El Templao le acarició la nuca, porque notó su turbación.
Mani agradeció el gesto con una triste sonrisa. Aunque el Templao había declarado siempre que aspiraba al apadrinamiento político del segundo de sus hermanos, Paco, a quien más se parecía era, precisamente, a Miguel. Vitalista e irreflexivo, aunque a su hermano Miguel no podía atribuírsele la menor templanza, al menos hasta que se enamoró de Angustias, lo cual confirmó su irreflexión, porque fue estratégicamente la peor elección que podía hacer en el barrio, y por eso tuvieron que escalar aquel calvario insoportable, implicando a toda la familia en una despiadada guerra sin fin. La hija de doña Elena había muerto como si unos caníbales se dispusieran a asarla en una hoguera, a él habían podido matarlo y su hermano Miguel, el guapo y mujeriego de la familia, le había salvado cuando se disponía a suicidarse en cierto modo. Suspiró. Cuánto había querido a Miguel.

-Mani, baja y vámonos, hombre, no seas niño.
-Migue, parece mentira. No eres mi hermano ni ná de ná. ¿Es que ya no te acuerdas de lo que esa gente ha hecho por ti?
-Se lo agradeceré toa mi vida, te lo juro por lo más sagrao. Pero es que no podemos hacer ná; Mani, venga ya, vámonos.
-¡Violadla! -gritaba Rafael en ese momento, señalando de nuevo a Rita con el brazo extendido y el índice rígido, como un vengador de teatro-. Es una coneja asquerosa e indecente, que le ha puesto los cuernos al señor más veces que pelos tiene en la cabeza. Abridla en canal y veréis que tiene el coño como un bebedero de patos...
Muchos hombres acarreaban palos del invernado derrumbado y los apilaban bajo las ventanas para alimentar el incendio. Uno de ellos se acercó al grupo que rodeaba a Rita, blandiendo una gruesa tranca que presentaba la punta afilada del engarce con que había estado ensamblada en la viga. El mayordomo-chófer se la arrebató.
-Vamos a ver si también te cabe esto, so putón -dijo-. Seguramente tienes dentro quintales de pus de la gonorrea más podrida y asquerosa del mundo.
Mani tuvo que cerrar los ojos mientras le daba una patada a Miguel, que trataba de obligarle a bajar del monolito. No oyó los alaridos de Rita a causa de sus propios gritos, aunque en aquel momento no supo que estaba gritando. Logró abrir los ojos cuando el tumulto comenzó a abandonar la mansión. La casa ardía completamente. El resplandor iluminaba el cuerpo ensartado de la hija de Elena; la tranca desaparecía entre las piernas y volvía a surgir de su pecho reventado, cerca del cuello.

Aquel chico rubio que los soliviantados asaltantes habían creído rico, vestido ahora con los harapos de su pobre atavío habitual desgarrado por el tormentoso éxodo, detuvo por un instante la marcha para examinar el perfil atezado de su amigo. Mani creía que el Templao, que siempre había trabajado en el puerto, donde Elena Viana-Cárdenas James-Grey carecía de simpatías, no sería capaz de sentir compasión por la anciana desvalida que había sido su amiga y que tanto le había protegido durante los últimos meses; tanto a él como a sus hermanos y, seguramente, a su madre, porque sin duda doña Elena tenía que ser el origen de la misteriosa prosperidad repentina que su madre había tratado de disimular. ¿Qué sería de la anciana, alguien la habría auxiliado? ¿Qué haría doña Elena ahora, libertada de tan poderosos enemigos dispuestos a acabar con ella? Seguramente, lo primero que estaría haciendo sería buscar buenos médicos que le curasen la sarna cuanto antes. Iría a vivir con algún familiar de fortuna, si es que había quedado alguno vivo; estaría alojada con alguien, bien aposentada, mientras reconstruían su casa, y recuperaría pronto su rota vida de espléndidos boatos. Su fortuna apenas habría experimentado merma aparte de la desaparición  de su casa. Le devolverían los barcos requisados por los republicanos y seguramente poseería fondos y propiedades en el extranjero.
-Al final–el Templao interrumpió las cavilaciones-, ¿la de los barcos era familia tuya o no?
Mani se encogió de hombros. Jamás le había preguntado su amigo por esa posibilidad y ahora hablaba de ello como si fuese una cuestión muy debatida. La reflexión tenía que deberse a que el Templao había cavilado mucho sobre los porqués de la altruista conducta de doña Elena con su madre y todos sus hermanos y, sobre todo, con él mismo. Tras la revelación que había hecho a Mani su madre, Paula, en Torre del Mar, pocas horas antes de morir, sobre su origen bastardo, ¿podía considerar que doña Elena era una especie de abuelastra? La poderosa señora había enviudado del miserable ricachón que había deshonrado a su abuela y engendrado a su madre. Por lo tanto, Paula Robles del Altozano era medio hermana de la hija de doña Elena que habían asesinado las hordas del dieciocho de julio. ¿Era doña Elena algo suyo, podía considerarla parte de su familia? La idea le pareció estrambótica, por lo que sacudió la cabeza. El Templao interpretó el ademán como expresión de agravamiento del agobio; y nuevamente le acarició la nuca.
-Eh… ¿Sabes que me tienes aquí y que no te abandonaré nunca?
Mani giró la cabeza con algo de asombro. Guaqui el Templao se manifestaba más con sus acciones que con sus palabras, también en eso se parecía a Miguel. Durante los años que llevaban siendo amigos, sólo en un par de ocasiones le había oído mencionar el cariño que se tenían, aunque Mani sí que lo expresaba con frecuencia, resaltando su admiración, sobre todo el primer año. Recordó la noche que el Templao le aplastó una chirimoya en el pelo, la discusión que siguió y luego, resguardados de la lluvia en un portal, vieron pasar al trastornado Serafín presumiendo ante sí mismo de su “hazaña”: haber asaltado y martirizado a Paula, y destrozado el traje de novia de la futura mujer de su hermano Antonio. Allí, en el precario resguardo de la calle Santa María, el Templao había exhibido su incapacidad de guardar rencor ni mantener cualquier clase de disgusto con él, después de que Mani le hubiera golpeado fuertemente en los genitales, a pesar de lo cual le prometió que iban a estar juntos toda la vida; ahora todo era más grave. Ignoraban si podían esperar algo de la vida y ni siquiera sabían si les permitirían sobrevivir. En momentos tan carentes de esperanza, resultaba lógico que el fornido arrumbador de puerto declara su determinación de proteger al delgado muchacho cinco años menor que él.
-Tampoco yo te abandonaría nunca -repuso Mani-. Aunque ya no podremos ser cuñaos, porque la Inma ha muerto, pa mí tú eres más que mi hermano.
El Templao medía casi un metro ochenta, estatura inusual entonces. Por su trabajo de arrumbador, su musculatura era la de un luchador de grecorromana. Sin embargo, tras mencionar a su hermana Inma, Mani advirtió que el abatimiento le hundía los hombros como un tuberculoso, y notó que lloraba copiosamente. Conmovido y con una sonrisa triste, no pudo contenerse y se aupó para besar la mejilla de su amigo.
No necesitaban decirse mucho. Habían vivido juntos la violación de Inma y sus espantosas consecuencias, la búsqueda infructuosa de toda una noche y la transformación de un ángel en un demonio rabioso. 
Sin transición, la carretera se había convertido en una calle larga, cubierta de escombros y flanqueada por pobres edificios en ruinas. El cortejo de huidos que regresaban se dispersaba poco a poco, pero seguían siendo multitudes, un éxodo bifurcado en el punto que llamaban las Cuatro Esquinas. Algunos tomaban las travesías que conducían a la playa y otros escalaban hacia las lomas cubiertas de barrios distinguidos de casas arrasadas. Todos, tanto los que llegaban como los pocos vecinos, exhibían aire taciturno; trataban de no mirarse los unos a los otros, sobre todo los residentes que no se habían atrevido a huir.
-¿Cuántos se habrán puesto ya a piar pa los invasores? –dijo el Templao con tono severo.
-¿Qué quieres decir?
-Joder, Mani. ¿Es que no te das cuenta? La noche que fui con tu hermano Paco a tratar de encontrar a mi Inma, me di cuenta de que, aunque fueran pocos, los traidores eran un buen puñao de rabiosos enloquecíos. ¿Te acuerdas de la hija del ministro a la que le cosía tu madre, aquella a la que fuimos tú y yo a entregarle un vestío el día que salimos juntos por primera vez? Pues ésa habrá sido la primera en ponerse a largar y acusar como una judas con un cohete metío en el culo. Me dijeron que le habían mandao en un tarro con alcohol las orejas de su padre asesinao. Así que suponte tú…
-¿El ministro? -Mani contuvo un nuevo estremecimiento entre náuseas. Por borrar el pensamiento, propuso: -Tendríamos que subir por la calle donde vivía, a ver…
-¿No dijiste que de la casa de la de los barcos no queda ni una piedra?
-Sí. Pero… ¿Quién sabe si vive por allí alguna hermana o prima, que la haya hospedao?
-Yo creo que si tanto te interesa encontrarla, lo primero que tendríamos que hacer es ir a la Goleta, a preguntar.
-Por si las moscas, mejor que no vayamos. Si no es que todavía esté la familia del barbero, acuérdate de que tó el mundo nos conoce por allí.
-Vámonos a dormir, Mani, que no puedo más –el Templao señaló sus alpargatas ensangrentadas.

II Capítulo
No se atrevieron a ir al convento de la Goleta, a pesar de que encontrar a doña Elena lo consideraba Mani prioritario. Lo postergaron, en espera de reunir coraje y poder tomar antes el pulso a la población. El Templao había desprovisto a Serafín de uno de sus testículos y tanto ese chico como su familia habían sido protegidos por la comunidad religiosa. Si no permanecían Serafín y su familia en el convento, al menos dispondrían de informantes dispuestos a revelarles que su agresor y su íntimo amigo habían vuelto. Ahora, esa familia declaradamente falangista, se consideraría vencedora y seguramente se lo reconocían; tenían poder, que no dudarían en usar contra sus enemigos. La Goleta era uno de los lugares más peligrosos para ambos. Tenían que averiguar tomando todas las precauciones posibles.

Todavía abundaban los incendios humeantes, y algunos hasta cegaban largos tramos de calles. El camino desde la carretera de Motril hasta el barrio había sido una carrera de obstáculos; el patético desfile de la huida se había visto obligado a dar muchos rodeos. Desparramado por las empinadas calles que escalaban los montes, el éxodo se había subdividido en múltiples filas harapientas y sangrantes. Sobre el sofoco de las humaredas, ahora olía a desesperación por doquier. Era impensable encontrar quien no hubiera perdido nada. Amores o cosas.
Mani sentía curiosidad sobre la auténtica dimensión de los dos bandos que habían dividido la ciudad, ya que jamás confió en las estimaciones de sus hermanos Paco y Antonio ni en los pretenciosos datos que daba por la radio el general borracho de Sevilla. La experiencia de la desbandada y su propio pálpito le decían que habían quedado muy pocos para vitorear a los invasores italianos. Para hacerse una idea de cuánta gente pudiera haber permanecido en Málaga sin huir esperando a ese ejército desconcertante, le apeteció recorrer algunas calles del barrio donde había nacido. Tuvo que sostener al Templao en muchas ocasiones, casi desfallecido.
Parecía que hubiera pasado no sólo la guerra, sino los peores ciclones de la historia. Los escombros se amontonaban por todas partes, todavía se producían derrumbes a su paso, porque los muros, exhaustos, mermados y muy debilitados por siete meses de bombardeos diarios, no podían continuar erguidos sosteniendo las precarias construcciones, y caían entre polvo y estrépito.
Contando las ventanas que transparentasen la luz de una vela, Mani esperaba calcular cuántos se habían quedado apoyando la invasión. En calle Ollerías no abundaban esas débiles señales y, por otro lado, se veía obligado casi a sostener el enorme peso del Templao, que daba la impresión de que iba a caer al suelo de un momento a otro; sus ojos desorbitados apenas pestañeaban.
Mani recordó el relato de cuando su amigo escapó del ejército de Franco con el que invadió Cádiz, su travesía a pie de toda la serranía de Ronda, sus peligrosos encuentros y el estado que presentaba su ropa cuando se reencontraron junto al muro de la Goleta. Se preguntó si Joaquín estaría ahora más aterrorizado aun, porque parecía un muñeco roto o un enfermo en coma.
Había gente parada en las esquinas, contemplando el paso del lastimoso cortejo interminable que ascendía por la calle Ollerías, pero Mani dedujo que esos espectadores debían de sentirse tan perplejos como los regresados de la desbandada; la contemplación era anecdótica; se trataba de gente poco activa que nunca había tenido gallardía, ni iniciativas que les pudieran hacer sentir temor, y que por esa razón no se habían visto empujados a escapar. Ahora, mirado a los fugitivos sin verlos, simplemente holgaban, fumaban, bebían el vino infame de las tabernas de Huerto de Monjas y charlaban con la habitual sorna y chanzas:
-Dicen que los italianos están dejando a las malagueñas con el chocho como los chorros del oro.
-¡No me digas! Es que esos tíos son tós maricones y lo único que se les pone duro es la lengua.
-¿Y has visto al Roatta?
-No he tenío oportunidad.
-Esta mañana pasaba revista a su ejército en el puerto; una rata parece el tío y no sólo por el nombrecito. Tiene una jeta de mala leche… Como no nos andemos con cuidaíto, habremos salío de Guatemala pa entrar en guatepeor.
El Templao no sonreía ni pronunciaba ninguna de sus divertidas sentencias; mudo para lo que no fuera algún lamento, parecía haber aceptado que todo había acabado para él. Mani se asombraba de que alguien tan vigoroso, de cuya fuerza tantas pruebas tenía, aparentara haber perdido toda la vitalidad. Estimaba que su propio cansancio no podía ser menor que el de su amigo; habían pasado por el mismo drama y recorrido el mismo infierno pavoroso, y él era más bajo, mucho más flaco y tenía cinco años menos. No conseguía imaginar qué flecha envenenada había minado el ánimo del Templao a tal extremo. El Templao había perdido a sus once hermanos y su madre, pero la familia Robles del Altozano también había sido exterminada.
Embozados en la oscuridad total que dominaba la ciudad en ruinas, los dos amigos cruzaron el Molinillo y se encaminaron arroyo Guadalmedina arriba, hacia los campos de higueras de La Virreina, en las proximidades de cuya casona principal pensaban dormir. El pedregoso y estéril cauce se había convertido en un campamento con aspecto de ejército derrotado en un campo de batalla atroz.
Ya en la Virreina, bajo el escudo protector de un grupo de pitas, acecharon un rato por si acudían los feroces perros del guardián del esquimo, pero no se escuchaban ladridos ni nada más; ni siquiera se oían los rumores propios del campo. Daba la impresión de que la vida hubiera abandonado la ciudad y sus alrededores; no sólo habían exterminado a los animales domésticos a causa del hambre, la vida salvaje debía de haber huido de las interminables explosiones hacia los bosques de los montes. Cerca de la casona, encontraron un claro de tierra llana rodeada casi por completo de macizos de nopales.
El Templao cayó como fulminado, pero Mani veló un buen rato, dominado por un insufrible sentimiento de alerta. Esa casa, que presentía más que veía a pocos metros de distancia, había sido una de las posibilidades para robar que Quini le había aconsejado hacía tres años. Antes, lo había engañado para ayudarle a asaltar la casa de la Caleta, donde la casualidad había querido que se topase con doña Elena Viana-Cárdenas James-Grey, una de las personas más ricas de la ciudad y que, sorprendentemente, resultó ser la viuda de su propio abuelo, una historia por la que acabó descubriendo que su madre había nacido bastarda. Todo junto, en su memoria, le parecía un melodrama propio de película o de las novelas antiguas.
El Templao no paraba de agitarse. Mani temió que pudiera tener fiebre, pero puso la palma de la mano en su frente, sin sentir que la temperatura fuese demasiado alta. Pretendiendo sedar el sueño inquieto y tembloroso de su amigo, agachó la cabeza y le murmuró muy despacio y quedamente al oído:
-Mi Paco me contó una vez que esta finca fue la hacienda de una malagueña que había sido virreina de México. Era madrastra de otro malagueño que también fue virrey de México, un fulano que los estadounidenses consideran un gran héroe de su independencia; su lema personal, “yo solo”, se cita en muchos sitios por ese país. El Paco me contó algo de una batalla donde ese fulano le echó unos cojones.... Se llamaba Bernardo Gálvez y hay muchos monumentos suyos en el sur de los Estados Unidos. Contaba mi hermano que desde que la madrastra se casó con el padre, había estado enamorada de su hijastro, que tenía casi su misma edad, y no pudo aguantar que él se casara con una mulata de Nueva Orleáns, que entonces era provisionalmente español, de manera que en vez de quedarse la ex virreina en México, ejerciendo de suegra de aquella mulata que tanto odiaba y viviendo como una reina, se vino a Málaga, compró esta finca y se construyó un palacio en lo alto de aquella loma, una especie de castillo que duró menos que un caramelo a la puerta de un colegio. Por aquellos tiempos, se estaba terminando de construir la catedral de Málaga, namás que faltaba una torre grande, cuatro chicas, las cúpulas de los tejados y casi toas las estatuas, pero la virreina convenció al cabildo de que mandaran fondos a su hijastro pa echar a los ingleses y reforzar así la lucha por la independencia de los Estados Unidos contra Inglaterra, y por eso nunca acabaron la catedral. Y fíjate, un siglo después, ese país que tanto ayudamos a independizarse, nos declaró la guerra a los españoles, una guerra en la que perdimos Filipinas, Cuba y Puerto Rico. Ahora, del palacio de la virreina no quedan más que unos muros en ruinas, que yo los he visto allí arriba y, pa más inri, seguimos con la catedral a medias y cualquier día se nos cae desmoroná.
-¿Eh?…. –murmuró el Templao entre sueños.
-No es ná, Guaqui. Estoy acordándome del Quini; si no estuviera preso, es uno de los que mejor podrían ayudarnos ahora.
Lo último que había oído de Quini era que estaba preso; y preso seguiría ahora, porque era la única persona que conocía que los dos bandos tenían razones poderosas para condenar a presidio. Pero en las circunstancias presentes, era también el único a quien sería útil pedir ayuda, por su enorme inmoralidad que le dotaba de recursos para sobrevivir en las situaciones más desfavorables. Si el Chafarino no hubiera muerto no tendría ni que pensar en pedir nada a nadie más… Acomodó la cabeza sobre la yerba fresca, a ver si conseguía dormir. En un duermevela algo febril, la nostalgia lo arrebató.

Quini urgió a Mani, de lejos, a desnudarse también y seguirles, pero se negó viendo el poblado y oscuro bosque que cubría sus vientres, porque le avergonzaba y le causaba consternación exhibir ante ellos la pelusilla incipiente que apenas ensombrecía sus ingles. Pretextó no saber nadar, lo que era falso; se refugió a la sombra de una choza de cañizo, junto a cuya puerta se hallaba sentado un anciano marengo cosiendo redes.
-¿Quién eres? -preguntó éste sin llegar a mirarle completamente a los ojos, y de ese modo descubrió Mani su ceguera.
-Me llamo Mani.
-¿Eres de por aquí?
-No; vivo en el barrio del Molinillo.
-Eso está muy lejos y tú tendrás unos doce años, ¿verdad?
Evitó responder para no mentir.
-¿Es usted ciego?
-Sí, hijo.
-¿Desde chico?
-No. Mi ceguera se debe a la ira de Poseidón.
A causa del halo mágico de serenidad que envolvía al hombre, cuya prestancia, aun sentado, le hacía pensar en las estatuas de los museos reproducidas en las láminas de los periódicos que vendía, sintió antipatía por quienquiera que fuese tal sujeto.
-Lo meterían en la cárcel -dijo Mani.
-¿A quién?
-A ese Poseidón.
El anciano sonrió.
-No, hijo, ¿cómo van a meterlo en la cárcel? Poseidón es el dueño de la mar.
Mani se encogió de hombros, compasivo. El viejo estaba como una cabra.
-No me compadezcas; no veo, pero puedo sentir todo lo que me rodea. Has venido con otros cinco muchachos. Lo sé por sus voces y el repique de la arena al andar. Y ¿ves ése que grita? -señaló a Quini-, está de espaldas a nosotros, en el rebalaje; hay otro que también está fuera y los otros tres retozan muy cerca de la orilla, en el rompeolas, donde el agua no los cubre; todos son bastante mayores que tú. Aparte de tus amigos, no hay cerca nadie más. Allí, junto al cañizo del Nerjeño, hay otros tres muchachos que no son de por aquí, bañándose también.

La invocación de la asombrosa clarividencia del Chafarino hizo que Mani suspirase y se le nublara la vista. Notó que el Templao alzaba la mano hacia su rostro y, mientras enjugaba el llanto que no había llegado a producirse, le preguntaba entre sueños:
-¿Qué te pasa?
-Na. Sigue durmiendo –murmuró Mani, al tiempo que acariciaba el entrecejo del Templao para que se durmiera de nuevo. Consideraba absurdo que Dios o los dioses del Chafarino, o la vida, hubieran dilapidado tanta sabiduría y clarividencia.

Mani forzó la mirada hacia la choza más próxima, situada a unos cien metros. Tragó saliva, porque comprobó la exactitud de lo que el anciano describía.
-En el lado de poniente -prosiguió éste-, hay cinco marineros remendando redes. Creo que el padre, Paco el Perchelero, está de pie junto a proa de la jábega. Los otros cuatro son sus hijos y están sentados en la arena.
Mani tragó saliva y se arrastró para acercarse más al anciano.
-¿Cómo fue la pelea con ese Poseidón?
-¿No sabes quién es?
Mani negó con la cabeza, lo cual pareció bastar.
-Poseidón es un dios que fue el último rey de la Atlántida. Cuando se repartió el mundo con sus dos hermanos, había conquistado ese reino que, para su desgracia, se hundió por un maremoto. Después de la tragedia, Poseidón no quiso correr más aventuras y organizó un reino submarino; engendró tritones y sirenas, que tienen medio cuerpo de pez y medio de persona y éstos, que son millones y millones, son todos sus súbditos, porque de eso hace ya muchísimos siglos.
Mani examinó la cara cubierta de arrugas y atezada por el sol. No estaba burlándose de él, pero sonreía con algo parecido a la ironía. La nobleza de su perfil y la rectitud de su espalda le recordaban a los ancianos altaneros del Circulo Mercantil, precisamente aquél a quien le había encajado hasta las cejas el sombrero jipi-japa, pero la arrogancia de éstos era altivez presuntuosa, mientras que la del ciego parecía emanar de una luz interior muy intensa.

Mani sonrió, a pesar del dolor que su pecho desbordaba. Cada vez que la imagen del Chafarino aparecía en su mente sentía un retortijón en el corazón. Si existiera el dios que el Chafarino negaba o cualquiera de los que él reconocía, no podían haber consentido su destrucción. El Chafarino merecía vivir por siempre. No podía imaginar a alguien más sabio ni menos presuntuoso. No llegaba a reconocer ante su propia mente que le había querido más que a casi nadie. ¿Más que a Paula, su madre? No, ella era el amor más grande de su vida, pero nadie como el Chafarino había mirado tan profundamente dentro de su pecho y su cabeza… a pesar de su ceguera. Viviendo como un eremita en una pobre choza de la playa, había salvado la vida de toda la familia del Templao, así como a su hermano Miguel. Durante casi tres años, había derramado generosidad como una fuente inagotable. Sin pedir jamás nada a cambio. Comprendió que era urgente impedir que su memoria muriera en su propio pensamiento. Tenía que indagar por los sectores pesqueros del Perchel; no podía ser muy difícil encontrar a alguno de sus hijos.
Examino el rostro dormido del Templao, que no paraba de roncar, pero de un modo rítmico, como un compás musical. Derrengado y casi en coma por el cansancio, no dejaba de ser una especie de atleta.
Aunque su amigo había recibido generosísima ayuda del Chafarino, nunca se había expresado con demasiada admiración por el redero ciego. Evocó que en algún momento había sentido deseos de reprochárselo, pero habían tenido tantas cuestiones que tratar y dilucidar, que jamás lo había hecho.
Pero sentía que su mente le había acusado en algunos momentos de ingratitud. Se mordió el labio, convencido de que tenía que dormir y sus inquietudes no se lo permitían. El cansancio le hacía desbarrar. El Templao no era ingrato ni mezquino; solamente, había tenido que bregar con demasiadas dificultades en la vida como para tener amplitud de miras para ver algo más que sus urgencias. No superpuso sus propias dificultades para que la lógica de su mente equilibrara el recuerdo. Ahora, insomne por tanto dolor y cansancio, el recuerdo del anciano le producía demasiada pena.

-No estoy loco, Mani. Cuando pasas toda la vida en la mar, llegas a convencerte de que los dioses que sirven en la tierra no valen de nada en medio de un temporal. Algo tiene que haber ahí, en el fondo -indicó el agua-, algo muy poderoso que no conocemos ni sabemos ponerle nombre. Yo le llamo Poseidón, pero lo mismo puede ser Neptuno o la diosa que los negros llaman Iemanjá, da igual. Ahí dentro hay poderes tremendos. Lo comprendí cuando me quedé ciego. Yo vivía en la isla de Congreso, en las Chafarinas; allí nací y crecí, porque mi padre era el farero. Distinguía cada una de las piedras de la isla, había puesto nombre a las olas por las formas que les daba el viento; era amigo del relámpago y el trueno, y en las noches de tormenta, cuando la mar quería tragarse la isla, podía caminar junto a los acantilados sin que las olas embravecidas me rozaran siquiera. Yo amaba aquel lugar y Poseidón o como se llame me otorgó su dominio, pero mi madre tenía miedo; decía que en cualquier momento caerían los franceses de nuevo sobre nosotros y nos aplastarían junto a los soldados de la guarnición, cosa que habían hecho muchas veces. Por eso nos vinimos a Málaga. Yo era todavía un muchacho, pero no me sentía el mismo. Comencé a escuchar la voz de la mar en cuanto me apartaba dos metros de la orilla, como si fuera la de un amante despreciado, y me hice pescador para no convertirme en polvo tierra adentro. Por desgracia, en esta bahía somos demasiados pescadores y la competencia obliga a meterte en caladeros donde no debes y por eso fui pescador pocos años; cuando naufragué diez millas mar adentro, tenía poco más de veinticinco; pude morir, porque mi cabeza golpeó contra la quilla rota de la barca, me puse a sangrar como si se me escapara la vida y no sirvieron de nada mis aullidos invocando la ayuda de Dios y la Virgen del Carmen. Cuando las olas me arrastraron hasta la arena, me había quedado ciego. Permanecí aquí, casi agonizante, porque estaba seguro de que me moriría encerrado en cualquier hospital de Málaga y entonces se me ocurrió hablarle a la mar sin intermediarios vaticanistas, de modo que se curaron mis heridas de repente y noté que corría por mis venas nueva sangre que no era la misma y descubrí que el aire de la mar me convertía en otro y veía las cosas con mayor claridad que antes; soy capaz de ver el viento y los olores y el sabor salado de la mar; veo mucho mejor, porque lo miro todo con los ojos del alma. Ahora llevo cincuenta años agradeciendo el instante en que me quedé ciego, porque quienquiera que mande en las fuerzas de la mar me había abierto las puertas del entendimiento. No imaginas cuánto he aprendido y cuánto veo sentado aquí, sin salir apenas de mi playa.
Mani no sabía qué decir. El viejo hablaba como un torrente, con mayor fluidez que nadie que conociera y le describía cosas prodigiosas. Sentíase incapaz de determinar si era un demente o un sabio... o tal vez uno de esos brujos de los que trataban las leyendas de las tertulias nocturnas de su calle, porque veía una aureola en torno a su cabeza que no podía ser fruto de su imaginación, ya que cerraba los ojos para borrar cualquier marca de deslumbramiento y cuando los abría el nimbo seguía allí, envolviendo un rostro capaz de traspasar su mente.
-En mi barrio hay también cosas mu raras -dijo, porque suponía que tenía que decir algo.
-¿Como qué?
-Esta mañana lo sacó el periódico, con fotografía y tó. Mi calle termina en el muro de un convento; dicen que allí enterraron a una monja hace muchísimos años y ahora hay una mancha con forma de mujer que no se quita ni a la de tres. Blanquean y blanquean, y nanay.
-¿La mancha vuelve a salir?
-Sí. Hay noches que no me deja dormir.
-¿Y tú, qué piensas que es?

Ahora, insomne junto al derrengado Templao, cayó en la cuenta de que, aquel día,  había relatado esa anécdota acuciado por la necesidad de convencerse de que los milagros que el anciano mencionaba no eran tan insólitos, y que él también había experimentado cierto prodigio.
Se dijo de nuevo que era indispensable encontrar un rastro familiar del Chafarino. Eso le debía.  Aunque no era del todo consciente de la importancia que las conversaciones mantenidas con él habían tenido en su propia maduración personal.
Tenía que dar con sus hijos. Y seguramente, también con sus nietos. Y encontrar el modo de que ellos tomaran buena cuenta de la grandeza de su abuelo.

Mani tardó unos instantes en responder, porque en los ojos estériles del anciano había algo que no era la espera de una respuesta, sino una especie de torbellino de conjeturas que, sin saber por qué, supo que era él quien las originaba. ¿Por qué se mostraba tan absorto en los asuntos de un niño insignificante como él, por qué se le agitaban las aletas de la nariz como si olfatease la llegada de un tropel de fantasmas tan inmateriales e improbables como su Poseidón? Consiguió zafarse de la mirada que no le veía pero le inmovilizaba, y respondió:
-No lo sé. Lo que sí sé es que me da un canguelo...
El anciano asintió a alguna pregunta o propuesta que pasaba por su cabeza, mientras la aureola palpitaba agrandándose y empequeñeciéndose como si estuviese sometida al influjo del corazón, un corazón que latía tan deprisa como si acabase de subir a zancadas una empinada cuesta. Mani presintió que el ánimo del ciego estaba siendo torturado por alguna clase de idea pesimista.
-¿Sabes lo que hay que hacer cuando uno siente miedo por algo que no sabe lo que es? Tú pareces un chico inteligente, y lo que hace la gente inteligente es investigar para entender lo que no comprende. El conocimiento quita muchos miedos, créeme.
-En mi barrio, tó el mundo tiene miedo por algo...
-¿Por ejemplo?
-Por tó. Hay muchas navajás, muchas trifulcas, nos rompemos la cabeza pa encontrar qué comer y tós los días nos acostamos con miedo a morirnos de hambre. Tó el mundo se caga de miedo por algo, por entrar en la carcel, porque el vecino lo denuncie a los guardias... Ayer de madrugá, por poco no le pegan un tiro a mi mejor amigo, a pesar de ser el tío menos desbocao que conozco y por eso le llaman "el Templao".
Mani supuso que, aunque pretencioso, no era del todo mentira afirmar que el Templao era su mejor amigo. Al menos, y aunque no le correspondiese, así lo veía él.
-¿Qué pasó?
Le contó la escena del ataque a las prostitutas de calle Camas y lo que siguió y cuanto había visto antes, en el recorrido desde que abandonara la fiesta del Molinillo.
-Málaga se ha vuelto loca -dijo el viejo-. ¿Sabes lo que pasa? Esta ciudad es marina, nació vivió y pervivió en el tiempo gracias a la mar, pero, desde hace un siglo le ha dado la espalda a su ser natural y la mar le está pasando factura. No quiero ni imaginar lo que pasará cuando Poseidón desate su furia. Málaga morirá en la playa.
Mani consideró que esas afirmaciones eran demasiado estrambóticas. No se parecían lo más mínimo a lo que hablaban sus vecinos, lo que relataban los periódicos ni, sobre todo, a lo que proclamaba Paco, el mejor informado de sus hermanos.
-Ese amigo tuyo, el Templao, es huérfano de padre, ¿verdad?

Aunque comenzaban a cerrárseles los ojos, Mani alzó un poco la cabeza para contemplar el rostro dormido del Templao.
Este y el Chafarino habían sido los dos seres más significativos de su adolescencia, mucho más que sus hermanos y casi igual que su madre.
Ya no le quedaba más que el Templao. Reconocía que el enérgico adulto que ya era no iba a alcanzar más metas que las ya conseguidas, por lo que tuvo la idea asombrosa de que debía protegerlo, aunque le faltaban unos doce centímetros y unos cuantos kilos para alcanzarle físicamente. Tenía que cuidarlo, no podía perderlo. No quedaba espacio en su corazón para recibir más heridas. 

Mani sintió una convulsión que le agarrotó la garganta por un momento. Examinó con asombro al anciano, que se mostraba muy interesado en conocer la respuesta de esa pregunta en concreto. No recordaba haber mencionado la orfandad del Templao; ¿cómo había adivinado el anciano tal circunstancia? Bueno, llevaba mucho rato hablando con él y no podía recordar todas las cosas que había dicho; a lo mejor le salía lo de que el Templao era huérfano de padre sin meditarlo. Pero no era algo que acostumbrara mencionar. Sentía tanta agitación que se puso a perorar atropelladamente y sin parar, a fin de no meterse en conjeturas, y habló con pasión del joven cuya ayuda trataba de lograr, ya que por tener un trabajo fijo de arrumbador en el puerto y por su carácter, era el adolescente más popular del barrio, cualidad que se enriquecía por el hecho de ser el hermano mayor, y tutor de hecho, de la adolescente más bonita y dulce de unas cuantas leguas a la redonda, Inma.
-Ella te necesita -afirmó el viejo, -debes protegerla.
Mani sonrió con satisfacción, inflado de orgullo, sin preguntar el porqué de una afirmación tan tajante y, sobre todo, tan improbable. El anciano continuaba aparentando alguna lucha interior muy intensa; carraspeó como si quisiera aclararse la aguardientosa voz antes de comentar:
-Creo que te conviene conseguir la intimidad del Templao, porque me parece que va a ser trascendental en tu vida, pero estos amigos tuyos de hoy -el ciego señalaba a Quini y los demás-, ¿te fías de ellos?
-No veo por qué no.
-No se parecen a ti. Tú eres muy superior.
Encajó el comentario con desagrado. Iba a protestar, cuando Quini le gritó:
-¡Rubio!, ven pacá, que son más de las tres.
-Ven a hablar conmigo otro día, Mani -rogó el viejo-; hay muchas cosas que quiero decirte y te hace falta que te las diga, pero antes debo cavilarlas porque necesito encontrar las palabras justas. Ven pronto, pero sin esa pandilla de cafres.
El anciano parecía desear con vehemencia que la visita se produjese; Mani supuso que debía de escasear la gente dispuesta a escucharle. Se despidió de él con un sencillo adiós y corrió hacia el carromato, donde los muchachos comían con limón almejas y coquinas crudas, que rompían chocando unas con otras.
-¿Ya te ha trajinao el loco Chafarino? -bromeó Quini.
-¿Lo conoces?
-¡Claro! Tó el mundo conoce al Chafarino por aquí. Está majara perdío. No le hagas ni puñetero caso.

A pesar de que ya se le estaban cerrando los ojos, amodorrado por el cansancio y los rítmicos ronquidos del Templao, la evocación del anciano pescador ciego hizo que Mani sintiera un río de sangre viva en el corazón, mientras insistía en  que tenía que velar a su amigo para que permaneciera a salvo. Joaquín roncaba como los atletas, despacio y como degustando el aire. El Templao lo supervaloraba demasiado, le atribuía méritos que no creía tener, lo que le obligaba a mostrarse entero y dominador; aunque fuese más flaco y joven, estaba obligado a protegerlo. ¿Qué habría sido de su vida si no estuviese con él? ¿Qué habría sido de los dos de no estar juntos?
Necesitaba contagiarse de su fuerza, igual que se había valido de la sabiduría del redero ciego de la playa; el Chafarino había sido su principal referencia los últimos tres años de su vida. No podía acostumbrarse a la idea de que tendría que estar sin él para siempre.
Si no estuviera con el Templao, habría muerto.
Con voz sonámbula y entre dientes, el Templao murmuró:
-¿Te pasa algo, Mani?
-¡Qué!
-Estás llorando.
-¿No dormías?
-Ojú, tengo un frío… Pégate aquí, a mi vera, pa resguardarme. ¿Por qué llorabas?
-¿Es que no hay motivos?
-Claro que sí. Pero por qué ahora precisamente…
-Estaba pensando en el Chafarino.
-¡Pobrecillo! ¿Estás seguro de que había muerto?
-¡Claro que sí! Lo vi.
-Lo que me contaste que habías visto fue namás que un cuerpo carbonizao…
-¿Y quién iba a ser? Claro que era él, vivía solo.
El Templao rezongó, con voz sonámbula.
-Si no tuviera tanto sueño, te mentaría un montón de posibilidades.
-¿De que no fuera él aquel muerto? ¡Estás chalao!
-Si te cuento… cuando los de la Legión invadimos Cádiz, la cantidad de compañeros del tercio que yo creí que habían muerto de un tiro y que, de pronto, me daban un susto porque volvían a menearse…
Mani estimó que el Templao trataba de consolarlo para que se durmiera de una vez, pero recordaba los volúmenes y la inmovilidad de aquel cuerpo ennegrecido por el fuego, y no le cabía ninguna duda de que se trataba del Chafarino. No le apetecía seguir hablando de esa cuestión y, para evitarlo, se acercó al lado del Templao y fingió que empezaba a dormirse.
El Templao le echó el brazo sobre el pecho al tiempo que murmuraba:
-Desengáñate, Mani. Estamos más solos que la una –se durmió al instante, como si lo hubieran desconectado.
Mani se preguntó que más le estaba pasando al Templao, además del cansancio y el dolor que ambos compartían. Siendo tan fuerte y vital, mostraba un abatimiento que tenía que ayudarle a superar cuanto antes, por el interés de los dos.
No sonaban ladridos en la finca de la Virreina ni cantaban los gallos. No escuchaban los sonidos delatores de la vida del campo, pero aun así sonaban levemente la brisa suave sobre las pitas y las chumberas, el bamboleo de las ramas de una frondosa higuera cercana que estaba cubriéndose de hojas nuevas, las rachas intermitentes de la lluvia fina que llamaban “calaera” y hasta creyó posible Mani escuchar el baile de las olas de la lejanísima playa donde había vivido el Chafarino.
Secó con la palma de la mano la frente del Templao, al tiempo que alzaba la cabeza en busca de algo que pudiera echarle por encima para resguardarle de la lluvia, aunque al fin y al cabo era poco más que rocío.
Durante un instante, añoró no sólo al redero ciego, sino también el sonido de la arena arrastrada por el agua más que ninguna otra cosa; solamente su madre le pesaba más. El chapoteo de la arena, que no se parecía a ninguna música, el reflejo de la luz del Sol y de la Luna, la playa ardiente a causa de que su color oscuro atrapaba el calor, los pies hundidos en el rebalaje procurando que ni Quini ni sus amigos notaran que apenas tenía vello en el pubis, la expectación ante la siguiente prueba de su clarividencia con que el anciano pudiera deslumbrarle.
Ya nunca volvería a esforzarse por oír la voz cavernosa del anciano por encima del bramido del rompeolas. Ya nunca le obligaría a transitar por mundos legendarios ni le haría soñar.
El viejo redero ciego que poseía más libros que nadie que conociera, había sido el guardián y el instructor de su paso de la niñez a la adolescencia, mucho más que sus propios hermanos. La evocación dibujaba en su memoria imágenes nítidas de lo vivido en la playa de La Isla; los marengos que tiraban del copo al amanecer, los bolicheros que salían con sus jábegas al anochecer, los numerosísimos delincuentes que usaban la playa como guarida, pues no recordaba que jamás la hubiera visitado ni un solo guardia de Asalto.
Se dijo que, a pesar de la misantropía que le incitaba a vivir solo en la playa, el Chafarino tenía familia; había mencionado algunas veces a hijos, nueras y nietos. Desde luego, lo más probable era que tales familiares vivieran en el barrio del Perchel. Si habían sobrevivido a la inundación de muerte que Málaga padecía.
Todavía le quedaba algo que hacer con respecto al Chafarino. ¿Encontrar un hijo suyo, por si se parecía un poco a él? ¿Hablar con alguien de lo trascendental que el ciego había sido en su vida?
Ahora, sin embargo, su primera preocupación tenía que ser el Templao, cuyo derrumbe tanto le desasosegaba.


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