miércoles, 29 de octubre de 2014

DESPUÉS DE LA DESBANDÁ. III capítulo

a LA DESBANDÁ le dediqué 23 años de mi vida. Antes y después he escrito otras muchas novelas, pero, de nuevo, la decisión de escribir DESPUÉS DE LA DESBANDÁ me ha llevado más de ocho años.
Ahora, reviso verbos, adjetivos y metáforas de las últimas páginas y creo que la daré por terminada en pocos días.

DESPUÉS DE LA DESBANDÁ

III Capítulo

Aunque Mani también sentía un cansancio tan aturdidor como el del Templao, durmió a trompicones, desvelado a veces por el frío o la suave lluvia y otras, por los ronquidos de su amigo. Pero sobre todo, por las imágenes, que su mente se empeñaba en evocar; el Chafarino muerto; su hermano Miguel huyendo con su amada Angustias embarazada, colgada de la espalda; su hermano Antonio arrodillado en la plaza de Torrox, suplicando ayuda ante las inclementes ventanas cerradas...

El amanecer llegó aclarando sólo un poco el manto gris precipitado sobre la ciudad

No encontraron nada para desayunar. La Virreina había sido agostada, como todo el campo de Málaga. Pero en ciertos asuntos el Templao sabía mucho más; era un superviviente. Le enseñó a pelar pencas de nopal sin espinarse las manos, cuya sosa pulpa no consiguió saciarles. Tenían que procurar algo más.

Al disponerse a cruzar el puente de Armiñán, una pareja de soldados italianos parecía guardar el paso en una especie de alcabala del Medievo, como si sirvieran a un cruel señor feudal. Ambos les miraron con una expresión que parecía irónica, como si los dos amigos fuesen los únicos que transitaban por Málaga cubiertos de andrajos. Uno de ellos, guapo y atildado como si jamás hubiera pisado un cuartel, convirtió su ironía en sonrisa.

-¿De qué te ríes, payaso? -preguntó el Templao con rabia.

Mani sintió un retortijón y apretó el brazo su amigo como señal de advertencia.

La respuesta del italiano fue una frase que no entendieron pero el tono hizo obvio el significado. Sin pensarlo, el Templao inició un movimiento de ataque. Mani dio un salto para colgarse de su cuello y musitó:

-Guaqui, espera para morir otro día, porque te necesito.

-Maldito fantoche –masculló el Templao-. Primero tuvimos los témpanos rusos y ahora, las marionetas de Mussolini, que no valen más que pa pintar el aire. Si no me sintiera tan derrotao, le rompería esa cara de muñeco de feria. Otra vez has vuelto a salvarme la vida, como aquel carnaval…

Mani trató de esbozar una sonrisa sobre la expresión descompuesta. La noche que consiguió que el Templao le aceptase como amigo, había evitado que lo tirotearan los falangistas. Pero ni siquiera entonces había sentido tanto miedo como en este momento,

Aquellos carnavales los había vivido con la zozobra de si conseguiría que el Templao le aceptase como amigo y pudiera, por fin, ser novio de la hermana de su amigo, la desgraciada Inma… Evocó los juegos del pilla-pilla por calle Larios y la Acera de la Marina, junto a Quini y los demás camaradas… Los atracones de brevas antes o después de saltar sobre los júas en llamas... El asalto a la mansión de doña Elena, que le había abierto las puertas de un mundo desconcertante… Las desapariciones de sus hermanos Paco y Antonio y la peregrinación en su busca… La guerra contra los principales enemigos de su familia, el barbero y los suyos, que habían acabado convirtiéndose en parientes…

De todos modos, su vida había sido feliz, a pesar de la tragedia permanente de los últimos siete meses y, en realidad, de toda su vida. Como niño despreocupado en sus juegos pero angustiado por la economía familiar… Como miliciano a cargo de un camión de abastecimiento… Como héroe precoz, festejado en toda la ciudad…

El mercado de arquitectura morisca del Molinillo, la casa de aquel bodeguero asaltada a pedradas, el cañizo del Chafarino en la playa de la Isla, donde había disfrutado los mejores momentos del principio de su adolescencia; los bailes de Carnaval junto a su hermano Miguel y Angustias, Inma y el Templao. Cuando las transgresiones más audaces parecían simples travesuras. Cuando los únicos disgustos que había tenido jamás le habían puesto delante la crudeza de la muerte.

Le había resultado extraño y desasosegante el silencio de la finca de la Virreina, ausentes los estruendos de más de doscientos bombardeos totales que había sufrido Málaga. En algunos instantes fugaces, tuvo la sensación de haberse quedado sordo, porque sus sentidos habían llegado a acostumbrarse tanto a las explosiones y derrumbes, que la quietud de esa noche campestre había sido lo más parecido a la muerte que podía imaginar, porque ninguna madre aullaba junto al cadáver ensangrentado de su hijo ni podían escucharse las blasfemias furibundas de muchachos que alzaban airados los puños hacia el cielo.

Sin transición, las preguntas sin respuesta de su mente fueron sustituidas por varias de las escenas que había vivido durante la desbandá.

Sintió erizarse la piel al acordarse de la amanecida de tres días antes, cuando las dos familias, la suya y la del Templao, volvieron de Torrox para sumergirse otra vez en la escabechina de la carretera, en cuyo final procuraban un destino.

 

El regreso de Torrox fue más fácil cuesta abajo; descendieron por el centro de la carretera sin precauciones, como si estar comiendo representase la redención de todas sus penas. Habían dejado de importarles los aviones, que danzaban su macabro minué sobre la línea asfaltada de la costa. Durante el tiempo que les tomó llegar, dos veces los vieron alejarse y volver.

-No podemos meternos en la escabechina que estarán haciendo -dijo Mani.

-Lo vamos a hacer así -dijo Paco-: Esperaremos que se vayan y, en cuanto se alejen, creo que podemos correr sin peligro durante una media hora: eso es lo que ha mediado, aproximadamente, entre los dos acercamientos anteriores. A lo mejor conseguimos salir del encajonamiento de esta parte de la carretera antes de que vuelvan. Si vuelven antes de que consigamos llegar a campo abierto, recordar que hay que ocultarse en el mismo sentido que ellos vienen y buscar cobijos que no vayan a caeros encima con la explosiones. En cuanto podamos llegar a otra parte más o menos despejá como ésta, nos meteremos otra vez tierra adentro, porque ya habéis visto que namás disparan contra la carretera de la costa.

Los aviones volaban como un enjambre de abejorros; seguramente se debía a una táctica deliberada, pero a Mani le parecía que estuvieran siempre al acecho de su grupo en concreto. Admiró la habilidad de los pilotos, puesto que obligaban a sus máquinas a elevarse en el último segundo, cuando daban la impresión de que iban a estrellarse. Como la carretera que corría paralela a la costa estaba oculta todavía por las ondulaciones que iban salvando, no podían ver a los fugitivos de la gran desbandada, pero una vez que el estruendo cesó y los aparatos fueron alejándose hacia la cola del éxodo, los lamentos reemplazaron el ruido de los motores.

-¡Dios mío! -gimió entre dientes Paula cuando la cinta de asfalto se hizo visible-, conteniendo un alarido para no estimular nuevos llantos de los niños.

El pavimento se iluminaba por el brillo de la sangre. Una inundación bermeja, en el umbral entre el horror y el infierno. Llamaban a voces a sus familiares perdidos y no miraban hacia abajo, para no identificarlos entre los cuerpos descuartizados que se amontonaban por todas partes. Corrían de un lado a otro como enajenados, en todas las direcciones, atrás y adelante, hacia el acantilado y el terraplén: entrechocaban, resbalaban, maldecían y se acuclillaban trémulos junto a un rostro recién localizado. Era muy difícil andar, los pies se deslizaban en el viscoso resplandor rojo. Mani tenía que sujetar a Paula, que había levantado la cabeza estirando mucho el cuello y avanzaba con la mirada fija en un punto inconcreto del cielo gris que se abría frente a ellos. Mani volvió la cabeza casi involuntariamente, para mirar a un mujer que daba alaridos estrepitosos y gritaba el nombre de Manolo; vio en seguida que no era a él a quien llamaba, pero sus ojos se soldaron fascinados a lo que acunaban sus brazos, un niño de pecho cuyas entrañas colgaban pendulando al andar la madre; apretó los párpados, a ver si conseguía despertar de la monstruosa pesadilla. El sol, ¿dónde estaba el sol? Tenía que estar en alguna parte, era urgente que viniera a despertarle.

 

El mismo silencio ominoso se mantuvo durante toda la siguiente noche, también en la Virreina, después de un peregrinaje infructuoso y acobardado por toda la ciudad; el Templao se negaba a permanecer mucho rato en cualquier rincón o recodo, indefensos, donde pudieran identificarles, sobre todo a Mani, cuyo pelo resplandecía a veces en la oscuridad. Se desplazaban medio agazapados, como evadidos de una prisión, temerosos de la persecución de sus carceleros.

¿Cómo podía mutar de tal manera el hálito de una ciudad? No había risas ni sonrisas; apenas sonaban voces y resultaba extrañamente ominosa la ausencia de los tradicionales pregones que tanta fama habían dado a Málaga. En cuanto a los cantes que habían impresionado a Machado, sólo escucharon al pasar por Atarazanas, y muy brevemente, una luctuosa petenera muy doliente, entre suspiros. Casi no circulaban personas caminando, aunque sí se cruzaron en dos ocasiones con pequeños desfiles de pelotones italianos, lo que les obligaba a esconderse aterrorizados.

-¿Seremos capaces de sobrevivir en este porquería de ciudad? –pregunto el Templao.

Mani  se dio cuenta de que no se trataba de una verdadera pregunta, sino de que Joaquín reflexionaba en alta voz. En vez de responder, dijo:

-Lo que está claro, es que a partir a hora todo será muy diferente de cuanto hayamos imaginado o soñado.

El Templao sonrió tristemente, mientras pasaba la palma de la mano por el pelo de Mani.

-Vámonos a ver si conseguimos descansar, Mani; mañana será otro día.

Los dos amigos durmieron o fingieron dormir y ningún perro llegó a ladrarles, porque no quedaba ninguno. Aunque se habían amparado junto a dos grandes chumberas de nopal, que abundaban en toda la finca de la Virreina, amanecieron otra vez húmedos de rocío y los ojos cubiertos de legañas. Cuando Mani despertó, el Templao se hallaba sentado a su lado con las rodillas abrazadas, tiritando.

-Ojú, qué frío.

-No seas exagerao, Guaqui. Pa ser febrero, el tiempo no está tan mal.

-¿Que vamos a hacer ahora, Mani?

No tenía la menor idea. Sentía tanta pena que el pecho llegaba a dolerle. Para eludir una respuesta descorazonadora, Mani preguntó;

-¿Te siguen doliendo los pies?

-Una pechá, pero puedo apañarme.

-Tendríamos que averiguar algo sobre doña Elena, Guaqui, es lo único que podría salvarnos tal como estamos. Debemos averiguar si sigue en la Goleta o qué. Y también tendríamos que darnos una vuelta por el Perchel, a ver si somos capaces de dar con la familia del Chafarino.

-Bueno, Mani. Vamos allá. Cualquier cosa es mejor que quedarnos aquí quietos, sin hacer ná. Vamos a buscar algo de comer. Luego, me encasquetaré una boina y daré una vuelta por nuestro barrio, por si encuentro a algún conocío que pueda ir a la Goleta, a preguntar por ella en nuestro lugar. Tú te quedarás escondío en una iglesia o por ahí.

-¿Estás seguro de que puedes andar?

Con rigidez, el Templao se puso de pie poco a poco. Tanteó antes de dar un paso y miró hacia Mani, asintiendo.

-Po vamos.

Las prodigiosas fuerzas del arrumbador estaban volviendo. Mani sugirió a su amigo caminar arroyo abajo, porque no tenía claro hacia donde encaminarse ni de quién quería averiguar primero, si del Chafarino o doña Elena. Mani rezó interiormente, para que volviera en todo su esplendor aquella facultad de bromear y la legendaria sangre gorda que había originado el apodo de Templao.

Sorprendentemente, el pedregoso cauce del Guadalmedina, un extraño, repugnante y oscuro páramo desierto en el centro de la ciudad, mostraba señales abundantes y muy claras de las bombas en los pocos claros que dejaba el amontonamiento de fugitivos durmiendo, aunque muchos parecían muertos. Numerosos socavones llegaban a superponerse entre sí, por lo que resultaba obvio que muchos de los bombardeos no habían tenido objetivos claros. Habían sido tan insistentes, masivos y constantes que, aparentemente, los aviadores no ponían demasiado empeño en elegir sus objetivos. Los estragos de doscientos cuatro días de bombardeos continuos, los habían causado bombas a granel, imprecisas, numerosísimas y lanzadas al tuntún, demostrando que las órdenes eran arrasar completamente Málaga y sus habitantes.

-Mejor que mi madre no vea esto –murmuró Mani, señalando las fachadas medio desmoronadas que se asomaban al torrente seco del Guadalmedina..

-Lo han tirao tó –comentó el Templao con rabia.

-Lo poco que quedaba en pie la semana pasá. Ya ves tú…

-Málaga ya no podrá ser nunca igual…

Mani torció levemente el labio superior.

-Bueno, Guaqui, tampoco era gran cosa…

-Esta es la capital mejor del mundo. ¡Tú estás majareta, Mani!

-A lo mejor estoy majara. ¿Quién puede seguir en sus cabales, después de pasar lo que estamos pasando, Guaqui? Pero… ¿te acuerdas de los ratas del puerto, que eran como alimañas rabiosas? ¿O del día que me tuve que tirar al suelo, estropeando un vestío estupendo que mi madre me había mandado entregar, porque me pillaron entre dos fuegos, los policías por un lao y los sindicalistas por el otro? ¿O la violación de tu Inma? ¿O aquel individuo al que fueron asesinando poco a poco hasta la Casa del Pueblo del Psoe, del Perchel? ¿O al que le cortaron el dedo pa robarle el anillo? Y no te olvides que presenciamos cómo le cortaban ese dedo antes de asesinarlo. ¿O lo que les hicieron a mi Antonio y mi Paco? ¿Y lo que me podían haber hecho a mí el último carnaval? ¿Tú crees que valdría la pena que Málaga volviera a ser así, tal como era? Vivíamos en el infierno y ahora, estamos en medio de su espanto.

Con gesto forzadamente cómico, el Templao reprochó:

-¿No estarás volviéndote fascista?

-¡Una mierda! Lo que pasa es que vivir como vivíamos no era vida, Guaqui.

-¿Y ahora, qué?

-No puede ser peor.

-¿No? ¡A ti te ha sentao mal esta caminata y tienes indigestión de las pencas que comimos ayer! ¿Cómo que no va a ser peor? ¿Tú sabes lo que yo presencié en la provincia de Cádiz, con la Legión, cuando me forzaron a venir con aquella caterva de moros?

-Sí, Guaqui. Por mu mal que vaya la cosa ahora, no puede ser igual que en el frente de combate… Ya lo sé.

El ceño del Templao se ensombreció y apartó la mirada de Mani

Como un inesperado manto oscuro de fantasmas y suspicacia, como un presagio de malaventura que no podían prever, el silencio cayó sobre los dos amigos mientras salían del arroyo para dirigirse a la Goleta

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