a LA DESBANDÁ le dediqué 23 años de mi vida. Antes y después he escrito otras muchas novelas, pero, de nuevo, la decisión de escribir DESPUÉS DE LA DESBANDÁ me ha llevado más de ocho años.
Ahora, reviso verbos, adjetivos y metáforas de las últimas páginas y creo que la daré por terminada en pocos días.
DESPUÉS DE LA DESBANDÁ
III Capítulo
Aunque Mani también sentía un cansancio tan aturdidor como el del Templao,
durmió a trompicones, desvelado a veces por el frío o la suave lluvia y otras,
por los ronquidos de su amigo. Pero sobre todo, por las imágenes, que su mente
se empeñaba en evocar; el Chafarino muerto; su hermano Miguel huyendo con su
amada Angustias embarazada, colgada de la espalda; su hermano Antonio
arrodillado en la plaza de Torrox, suplicando ayuda ante las inclementes ventanas
cerradas...
El amanecer llegó aclarando sólo un poco el manto gris precipitado sobre la
ciudad
No encontraron nada para desayunar. La Virreina había sido agostada, como
todo el campo de Málaga. Pero en ciertos asuntos el Templao sabía mucho más;
era un superviviente. Le enseñó a pelar pencas de nopal sin espinarse las
manos, cuya sosa pulpa no consiguió saciarles. Tenían que procurar algo más.
Al disponerse a cruzar el puente de Armiñán, una pareja de soldados
italianos parecía guardar el paso en una especie de alcabala del Medievo, como
si sirvieran a un cruel señor feudal. Ambos les miraron con una expresión que
parecía irónica, como si los dos amigos fuesen los únicos que transitaban por
Málaga cubiertos de andrajos. Uno de ellos, guapo y atildado como si jamás
hubiera pisado un cuartel, convirtió su ironía en sonrisa.
-¿De qué te ríes, payaso? -preguntó el Templao con rabia.
Mani sintió un retortijón y apretó el brazo su amigo como señal de
advertencia.
La respuesta del italiano fue una frase que no entendieron pero el tono hizo
obvio el significado. Sin pensarlo, el Templao inició un movimiento de ataque.
Mani dio un salto para colgarse de su cuello y musitó:
-Guaqui, espera para morir otro día, porque te necesito.
-Maldito fantoche –masculló el Templao-. Primero tuvimos los témpanos rusos
y ahora, las marionetas de Mussolini, que no valen más que pa pintar el aire.
Si no me sintiera tan derrotao, le rompería esa cara de muñeco de feria. Otra
vez has vuelto a salvarme la vida, como aquel carnaval…
Mani trató de esbozar una sonrisa sobre la expresión descompuesta. La noche
que consiguió que el Templao le aceptase como amigo, había evitado que lo
tirotearan los falangistas. Pero ni siquiera entonces había sentido tanto miedo
como en este momento,
Aquellos carnavales los había vivido con la zozobra de si conseguiría que el
Templao le aceptase como amigo y pudiera, por fin, ser novio de la hermana de
su amigo, la desgraciada Inma… Evocó los juegos del pilla-pilla por calle
Larios y la Acera de la Marina, junto a Quini y los demás camaradas… Los
atracones de brevas antes o después de saltar sobre los júas en llamas... El
asalto a la mansión de doña Elena, que le había abierto las puertas de un mundo
desconcertante… Las desapariciones de sus hermanos Paco y Antonio y la
peregrinación en su busca… La guerra contra los principales enemigos de su
familia, el barbero y los suyos, que habían acabado convirtiéndose en
parientes…
De todos modos, su vida había sido feliz, a pesar de la tragedia permanente
de los últimos siete meses y, en realidad, de toda su vida. Como niño
despreocupado en sus juegos pero angustiado por la economía familiar… Como
miliciano a cargo de un camión de abastecimiento… Como héroe precoz, festejado
en toda la ciudad…
El mercado de arquitectura morisca del Molinillo, la casa de aquel bodeguero
asaltada a pedradas, el cañizo del Chafarino en la playa de la Isla, donde
había disfrutado los mejores momentos del principio de su adolescencia; los
bailes de Carnaval junto a su hermano Miguel y Angustias, Inma y el Templao.
Cuando las transgresiones más audaces parecían simples travesuras. Cuando los
únicos disgustos que había tenido jamás le habían puesto delante la crudeza de
la muerte.
Le había resultado extraño y desasosegante el silencio de la finca de la
Virreina, ausentes los estruendos de más de doscientos bombardeos totales que
había sufrido Málaga. En algunos instantes fugaces, tuvo la sensación de
haberse quedado sordo, porque sus sentidos habían llegado a acostumbrarse tanto
a las explosiones y derrumbes, que la quietud de esa noche campestre había sido
lo más parecido a la muerte que podía imaginar, porque ninguna madre aullaba
junto al cadáver ensangrentado de su hijo ni podían escucharse las blasfemias
furibundas de muchachos que alzaban airados los puños hacia el cielo.
Sin transición, las preguntas sin respuesta de su mente fueron sustituidas
por varias de las escenas que había vivido durante la desbandá.
Sintió erizarse la piel al acordarse de la amanecida de tres días antes,
cuando las dos familias, la suya y la del Templao, volvieron de Torrox para
sumergirse otra vez en la escabechina de la carretera, en cuyo final procuraban
un destino.
El regreso de Torrox fue más fácil
cuesta abajo; descendieron por el centro de la carretera sin precauciones, como
si estar comiendo representase la redención de todas sus penas. Habían dejado
de importarles los aviones, que danzaban su macabro minué sobre la línea
asfaltada de la costa. Durante el tiempo que les tomó llegar, dos veces los
vieron alejarse y volver.
-No podemos meternos en la escabechina
que estarán haciendo -dijo Mani.
-Lo vamos a hacer así -dijo Paco-:
Esperaremos que se vayan y, en cuanto se alejen, creo que podemos correr sin
peligro durante una media hora: eso es lo que ha mediado, aproximadamente,
entre los dos acercamientos anteriores. A lo mejor conseguimos salir del
encajonamiento de esta parte de la carretera antes de que vuelvan. Si vuelven
antes de que consigamos llegar a campo abierto, recordar que hay que ocultarse
en el mismo sentido que ellos vienen y buscar cobijos que no vayan a caeros
encima con la explosiones. En cuanto podamos llegar a otra parte más o menos
despejá como ésta, nos meteremos otra vez tierra adentro, porque ya habéis
visto que namás disparan contra la carretera de la costa.
Los aviones volaban como un enjambre
de abejorros; seguramente se debía a una táctica deliberada, pero a Mani le
parecía que estuvieran siempre al acecho de su grupo en concreto. Admiró la
habilidad de los pilotos, puesto que obligaban a sus máquinas a elevarse en el
último segundo, cuando daban la impresión de que iban a estrellarse. Como la
carretera que corría paralela a la costa estaba oculta todavía por las
ondulaciones que iban salvando, no podían ver a los fugitivos de la gran
desbandada, pero una vez que el estruendo cesó y los aparatos fueron alejándose
hacia la cola del éxodo, los lamentos reemplazaron el ruido de los motores.
-¡Dios mío! -gimió entre dientes Paula
cuando la cinta de asfalto se hizo visible-, conteniendo un alarido para no
estimular nuevos llantos de los niños.
El pavimento se iluminaba por el
brillo de la sangre. Una inundación bermeja, en el umbral entre el horror y el
infierno. Llamaban a voces a sus familiares perdidos y no miraban hacia abajo,
para no identificarlos entre los cuerpos descuartizados que se amontonaban por
todas partes. Corrían de un lado a otro como enajenados, en todas las
direcciones, atrás y adelante, hacia el acantilado y el terraplén:
entrechocaban, resbalaban, maldecían y se acuclillaban trémulos junto a un
rostro recién localizado. Era muy difícil andar, los pies se deslizaban en el
viscoso resplandor rojo. Mani tenía que sujetar a Paula, que había levantado la
cabeza estirando mucho el cuello y avanzaba con la mirada fija en un punto
inconcreto del cielo gris que se abría frente a ellos. Mani volvió la cabeza
casi involuntariamente, para mirar a un mujer que daba alaridos estrepitosos y
gritaba el nombre de Manolo; vio en seguida que no era a él a quien llamaba,
pero sus ojos se soldaron fascinados a lo que acunaban sus brazos, un niño de
pecho cuyas entrañas colgaban pendulando al andar la madre; apretó los
párpados, a ver si conseguía despertar de la monstruosa pesadilla. El sol,
¿dónde estaba el sol? Tenía que estar en alguna parte, era urgente que viniera
a despertarle.
El mismo silencio ominoso se mantuvo durante toda la siguiente noche,
también en la Virreina, después de un peregrinaje infructuoso y acobardado por
toda la ciudad; el Templao se negaba a permanecer mucho rato en cualquier
rincón o recodo, indefensos, donde pudieran identificarles, sobre todo a Mani,
cuyo pelo resplandecía a veces en la oscuridad. Se desplazaban medio
agazapados, como evadidos de una prisión, temerosos de la persecución de sus
carceleros.
¿Cómo podía mutar de tal manera el hálito de una ciudad? No había risas ni
sonrisas; apenas sonaban voces y resultaba extrañamente ominosa la ausencia de
los tradicionales pregones que tanta fama habían dado a Málaga. En cuanto a los
cantes que habían impresionado a Machado, sólo escucharon al pasar por
Atarazanas, y muy brevemente, una luctuosa petenera muy doliente, entre
suspiros. Casi no circulaban personas caminando, aunque sí se cruzaron en dos
ocasiones con pequeños desfiles de pelotones italianos, lo que les obligaba a
esconderse aterrorizados.
-¿Seremos capaces de sobrevivir en este porquería de ciudad? –pregunto el
Templao.
Mani
se dio cuenta de que no se
trataba de una verdadera pregunta, sino de que Joaquín reflexionaba en alta
voz. En vez de responder, dijo:
-Lo que está claro, es que a partir a hora todo será muy diferente de cuanto
hayamos imaginado o soñado.
El Templao sonrió tristemente, mientras pasaba la palma de la mano por el
pelo de Mani.
-Vámonos a ver si conseguimos descansar, Mani; mañana será otro día.
Los dos amigos durmieron o fingieron dormir y ningún perro llegó a
ladrarles, porque no quedaba ninguno. Aunque se habían amparado junto a dos
grandes chumberas de nopal, que abundaban en toda la finca de la Virreina,
amanecieron otra vez húmedos de rocío y los ojos cubiertos de legañas. Cuando
Mani despertó, el Templao se hallaba sentado a su lado con las rodillas
abrazadas, tiritando.
-Ojú, qué frío.
-No seas exagerao, Guaqui. Pa ser febrero, el tiempo no está tan mal.
-¿Que vamos a hacer ahora, Mani?
No tenía la menor idea. Sentía tanta pena que el pecho llegaba a dolerle.
Para eludir una respuesta descorazonadora, Mani preguntó;
-¿Te siguen doliendo los pies?
-Una pechá, pero puedo apañarme.
-Tendríamos que averiguar algo sobre doña Elena, Guaqui, es lo único que
podría salvarnos tal como estamos. Debemos averiguar si sigue en la Goleta o
qué. Y también tendríamos que darnos una vuelta por el Perchel, a ver si somos
capaces de dar con la familia del Chafarino.
-Bueno, Mani. Vamos allá. Cualquier cosa es mejor que quedarnos aquí
quietos, sin hacer ná. Vamos a buscar algo de comer. Luego, me encasquetaré una
boina y daré una vuelta por nuestro barrio, por si encuentro a algún conocío
que pueda ir a la Goleta, a preguntar por ella en nuestro lugar. Tú te quedarás
escondío en una iglesia o por ahí.
-¿Estás seguro de que puedes andar?
Con rigidez, el Templao se puso de pie poco a poco. Tanteó antes de dar un
paso y miró hacia Mani, asintiendo.
-Po vamos.
Las prodigiosas fuerzas del arrumbador estaban volviendo. Mani sugirió a su
amigo caminar arroyo abajo, porque no tenía claro hacia donde encaminarse ni de
quién quería averiguar primero, si del Chafarino o doña Elena. Mani rezó
interiormente, para que volviera en todo su esplendor aquella facultad de
bromear y la legendaria sangre gorda que había originado el apodo de Templao.
Sorprendentemente, el pedregoso cauce del Guadalmedina, un extraño,
repugnante y oscuro páramo desierto en el centro de la ciudad, mostraba señales
abundantes y muy claras de las bombas en los pocos claros que dejaba el
amontonamiento de fugitivos durmiendo, aunque muchos parecían muertos.
Numerosos socavones llegaban a superponerse entre sí, por lo que resultaba
obvio que muchos de los bombardeos no habían tenido objetivos claros. Habían
sido tan insistentes, masivos y constantes que, aparentemente, los aviadores no
ponían demasiado empeño en elegir sus objetivos. Los estragos de doscientos
cuatro días de bombardeos continuos, los habían causado bombas a granel, imprecisas,
numerosísimas y lanzadas al tuntún, demostrando que las órdenes eran arrasar
completamente Málaga y sus habitantes.
-Mejor que mi madre no vea esto –murmuró Mani, señalando las fachadas medio
desmoronadas que se asomaban al torrente seco del Guadalmedina..
-Lo han tirao tó –comentó el Templao con rabia.
-Lo poco que quedaba en pie la semana pasá. Ya ves tú…
-Málaga ya no podrá ser nunca igual…
Mani torció levemente el labio superior.
-Bueno, Guaqui, tampoco era gran cosa…
-Esta es la capital mejor del mundo. ¡Tú estás majareta, Mani!
-A lo mejor estoy majara. ¿Quién puede seguir en sus cabales, después de
pasar lo que estamos pasando, Guaqui? Pero… ¿te acuerdas de los ratas del
puerto, que eran como alimañas rabiosas? ¿O del día que me tuve que tirar al
suelo, estropeando un vestío estupendo que mi madre me había mandado entregar,
porque me pillaron entre dos fuegos, los policías por un lao y los
sindicalistas por el otro? ¿O la violación de tu Inma? ¿O aquel individuo al que
fueron asesinando poco a poco hasta la Casa del Pueblo del Psoe, del Perchel?
¿O al que le cortaron el dedo pa robarle el anillo? Y no te olvides que presenciamos
cómo le cortaban ese dedo antes de asesinarlo. ¿O lo que les hicieron a mi
Antonio y mi Paco? ¿Y lo que me podían haber hecho a mí el último carnaval? ¿Tú
crees que valdría la pena que Málaga volviera a ser así, tal como era? Vivíamos
en el infierno y ahora, estamos en medio de su espanto.
Con gesto forzadamente cómico, el Templao reprochó:
-¿No estarás volviéndote fascista?
-¡Una mierda! Lo que pasa es que vivir como vivíamos no era vida, Guaqui.
-¿Y ahora, qué?
-No puede ser peor.
-¿No? ¡A ti te ha sentao mal esta caminata y tienes indigestión de las pencas
que comimos ayer! ¿Cómo que no va a ser peor? ¿Tú sabes lo que yo presencié en
la provincia de Cádiz, con la Legión, cuando me forzaron a venir con aquella
caterva de moros?
-Sí, Guaqui. Por mu mal que vaya la cosa ahora, no puede ser igual que en el
frente de combate… Ya lo sé.
El ceño del Templao se ensombreció y apartó la mirada de Mani
Como un inesperado manto oscuro de fantasmas y suspicacia, como un presagio
de malaventura que no podían prever, el silencio cayó sobre los dos amigos
mientras salían del arroyo para dirigirse a la Goleta